Laboratorio de periodismo sobre economía y Agenda 2030

La miopía europea ante la cuestión migratoria

Las desigualdades entre países están provocando que cada vez más personas abandonen sus lugares de origen en busca de un futuro mejor. Ante esta situación hay quien todavía cree que la mejor solución es mirar para otro lado

JORGE GARCÍA RUIZ

La globalización, ese maravilloso fenómeno que ha hecho posible que tanto el capital como las personas se desplacen con mayor libertad a través de los países. Sin embargo, en este proceso parece que uno de ellos ha salido más perjudicado. Nos referimos a las personas. El capital disfruta de mayores privilegios y comodidades a la hora de desplazarse, mientras que los límites con los que se encuentran estas últimas han derivado en conflictos de difícil gestión. Esto está planteando serios problemas a los Estados, incapaces en muchas ocasiones de dimensionar este fenómeno.

La migración es un asunto imposible de soslayar para los países occidentales, y en particular para la Unión Europea. Debido a su posición geográfica, y a los niveles de vida con los que cuenta la población de sus Estados miembros, la UE es uno de los destinos migratorios más importantes. Al mismo tiempo, su configuración política y territorial hacen que sea extremadamente difícil llevar a cabo una gestión eficiente de los flujos migratorios que recibe, ya que existen una serie de intereses contrapuestos según el grado de exposición a la migración y la tradición política de sus Estados miembros. En muchos países europeos la migración se utiliza como un argumento político y se presenta a la ciudadanía a través de los medios de comunicación de manera sesgada, exagerando o marginando el fenómeno según sea conveniente en cada momento.

Los flujos migratorios están causando desequilibrios profundos en la Unión, ya que se están produciendo de manera acelerada. Según datos de Naciones Unidas, en 2019 el número de personas procedentes de territorios no pertenecientes a la UE que residían en territorio comunitario fue de 58,3 millones, mientras que en 1990 esta cifra era de 37,3 millones. Es decir, en apenas 30 años se ha producido un aumento del 56,3%. El diseño institucional de la Unión Europea provoca que los flujos migratorios no se atiendan con la rapidez necesaria ni de una manera coordinada, en gran medida debido a una falta de voluntad política por parte de algunos de los países menos afectados por el proceso. Esta situación se solapa a su vez con otros de los problemas que Europa debe enfrentar. El más reciente, la crisis sanitaria provocada por la covid-19, que corre el riesgo de derivar en una crisis económica de fuerte impacto, especialmente para las clases populares. A esto se suman los problemas causados por la crisis financiera de 2008, ya que muchos aún no han sido resueltos. 

Todo ello ha generado una indignación entre la población que ha cristalizado en muchos casos en forma de partidos y movimientos xenófobos que establecen una relación de causa-efecto entre la migración y las crisis económicas. Es cierto que la velocidad a la que aumenta la llegada de personas a Europa complica la fluida acogida por parte de la población en estos países. Sin embargo los movimientos migratorios también son consecuencia directa de las políticas llevadas a cabo por las instituciones europeas en conjunto y por sus países miembros de manera individual, que tienen gran parte responsabilidad. 

Esta manera de proceder por parte de las autoridades, que evitan derivar a las personas migrantes al continente, ha dejado imágenes tan vergonzosas como las del mar de Lampedusa en 2011, las de la isla de Lesbos a partir de 2014, o las vividas en las islas Canarias desde 2020. También ha resultado ser inútil, ya que la mayoría de las personas sometidas a estas políticas de contención que reciben órdenes de expulsión no las cumplen. Conviene plantearse si esta es la mejor estrategia para afrontar un fenómeno que no parece que vaya a revertirse de forma natural, que requiere un enfoque diferente con soluciones a largo plazo y centrado en los derechos humanos.

De acuerdo con los datos del Banco Mundial, en 2020 la tasa de crecimiento promedio anual de población de los países de la Unión Europea se situaba alrededor del 0%. Mientras, los países de África (tanto al norte como al sur del Sáhara) y Oriente Medio experimentaron tasas de crecimiento de población en 2020 de entre 1,7% y 2,7%. Si tenemos en cuenta las proyecciones ofrecidas por el Banco Mundial, para 2050 la Unión Europea experimentará una tasa de crecimiento poblacional negativa, en torno al -0,3%, mientras que África subsahariana crecerá todavía, con una tasa del 1,81%. Esto quiere decir que, si en estos países no hay una estabilidad política que permita a la población vivir sin la amenaza de conflictos bélicos, así como una situación económica que les permita disfrutar de sus propios recursos para alcanzar niveles de vida aceptables, los flujos migratorios continuarán su curso.

El papel de la Unión Europea en este proceso es muy relevante. Por un lado, a través de las relaciones económicas que mantiene con estos países, que en muchas ocasiones tienen un carácter más extractivo que colaborativo. Estas relaciones están marcadas por un fuerte paternalismo, con dinámicas que recuerdan a épocas coloniales y que inciden de manera directa en el desarrollo de estos países. Por otro lado, la migración no debería ser solo un mecanismo para huir de la pobreza. La interacción entre las regiones en condiciones de igualdad permitiría el desarrollo de los países que se encuentran en una situación menos ventajosa. 

Al mismo tiempo, el déficit poblacional que sufre Europa no es una cuestión menor. No hay que olvidar la importancia de la contribución fiscal de la ciudadanía, necesaria para el mantenimiento del Estado de Bienestar surgido en Europa a partir de la Segunda Guerra Mundial. A pesar de la erosión que ha sufrido en los últimos años, la crisis sanitaria ha revelado de nuevo cómo el Estado del Bienestar es un elemento esencial para la cohesión social. Estos fenómenos deberían llevar a adoptar unas políticas de integración más activas que permitan afrontar el problema de manera estructural.

Un vistazo a las políticas de integración

¿Pueden las políticas de integración influir en la aceptación de la migración por parte de la población nacional y fomentar una convivencia óptima? El Migrant Integration Policy Index (MIPEX) ofrece una visión muy interesante. Este índice evalúa, para 52 países, una serie de aspectos entre los que se encuentran el acceso a la educación y la sanidad, la participación política o la posibilidad de acceder a la nacionalidad que los países ofrecen a las personas extranjeras. A partir de estos parámetros elabora un índice que los clasifica en función de los derechos que otorgan. Si analizamos conjuntamente este índice con las tasa de aceptación de los migrantes entre la población local, proporcionada por el índice Gallup, se aprecia una correlación entre ambos. La mayoría de países que están calificados por debajo de 50 según MIPEX, es decir, aquellos países de la Unión Europea que menos derechos garantizan a las personas extranjeras, son los que muestran índices de aceptación más bajos, entre 1,5 y 3, cuando la media de la Unión se sitúa en 5,04. Mientras, países como Canadá, Islandia o Nueva Zelanda tienen valores de 8,46, 8,41 y 8,32, respectivamente. 

La relación entre estos dos parámetros indica que mejores políticas de integración logran una mayor aceptación de las personas migrantes entre la población, lo que a su vez facilita la implantación de más políticas de este tipo. También, que las políticas deficientes de protección de derechos de las personas extranjeras aumentan la exclusión y, consecuentemente, el rechazo de la población nacional. 

Sin embargo, pocos países europeos muestran una voluntad real de llevar a cabo políticas que faciliten la adaptación de las personas extranjeras. Esto evidencia una falta de visión a largo plazo por parte de las instituciones europeas y de los mandatarios de los Estados miembros, inmersos en la espiral de procesos electorales que dejan a un lado esta cuestión. La eventualidad y el carácter contraproducente de las soluciones para abordar la cuestión migratoria en la Unión Europea, junto con la crisis demográfica que experimenta Europa, es evidente.

A pesar de la heterogeneidad de los países de la Unión Europea, en términos generales las personas migrantes disfrutan de ciertos derechos, aunque en niveles todavía muy básicos. No existe una verdadera voluntad política que permita su total adaptación. Así, por ejemplo, no se ha extendido activamente en Europa una diversidad cultural en los entornos educativos a través de iniciativas como la inclusión de personal docente migrante. Por otro lado, el acceso a la participación política se encuentra fuera del alcance de las personas migrantes en algunos territorios de la Unión Europea, especialmente en los países del Este, donde el derecho al voto es todavía muy limitado, así como la residencia permanente, la ciudadanía o la nacionalidad. Si bien es cierto que el acceso a la ciudadanía o a la nacionalidad son cuestiones delicadas, no por ello deben dejar de ser exploradas. Al mismo tiempo que otorgan derechos a las personas extranjeras, implican obligaciones e impulsan de manera considerable el sentido de pertenencia a la comunidad y la aceptación por parte de ésta.

El fenómeno migratorio está actualmente muy politizado, lo que no ayuda a su adecuada gestión y explica el escaso avance en las políticas de integración. El actual clima político y la creciente influencia populista tampoco ayudan a organizar debates constructivos que cristalicen en soluciones para las personas migrantes. En general, estas posturas se caracterizan por un rechazo irracional y una capacidad fuera de lo común para negar la evidencia. Su respuesta es levantar muros, físicos y mentales, que en ningún caso son compatibles con la gestión del fenómeno desde una perspectiva de respeto a los derechos humanos.

El tratamiento de los medios de comunicación es sintomático de estas posiciones. En muchas ocasiones se presenta la migración como un problema aislado, pero no se establece un vínculo entre estos hechos y la situación en los países de origen. La falta de voluntad europea ha convertido los movimientos migratorios en una cuestión problemática. Por ello hay que recurrir a la política como instrumento capaz ofrecer soluciones, ya que las medidas llevadas a cabo tienen un impacto significativo en las poblaciones a nivel global.

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