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Arantxa Tirado: “El ataque a los liderazgos debe entenderse como un ataque a las posibilidades de cambio”

En los últimos años, los países de América Latina y el Caribe han visto frenadas muchas de las esperanzas de cambio que se iniciaron a comienzos de siglo gracias a nuevos liderazgos surgidos en la región. Después de décadas marcadas por regímenes dictatoriales y el peso de la deuda, en varios países se iniciaban procesos de cambio social. Algunos han sido interrumpidos porque sus líderes han estado envueltos en procesos judiciales cuestionables y controvertidos.

JORGE GARCÍA RUIZ

Un caso paradigmático es el del ex-presidente brasileño Lula da Silva, condenado en 2017 y detenido un año después por corrupción debido a su implicación en el Caso Odebrecht. El proceso judicial llevado a cabo contra él ocultaba la intención de entorpecer la participación de Lula en las elecciones presidenciales de 2018. Cuatro años después, esas causas judiciales han sido archivadas por falta de pruebas. Este ejemplo muestra cómo una nueva estrategia de carácter militar pero con apariencia de legalidad ha servido para revertir los avances sociales conseguidos por los gobiernos progresistas en la región. Nos referimos al lawfare.

Hablamos con Arantxa Tirado, profesora de la Universidad Autónoma de Barcelona (UAB), Doctora en Relaciones Internacionales por la UAB y Doctora en Estudios Latinoamericanos por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), sobre la aplicación de una estrategia cuyo objetivo es impedir los procesos transformación social en la región, y que ella disecciona en su nuevo libro: El lawfare. Golpes de Estado en nombre de la ley.

Explicas que lawfare es un término polisémico alrededor del cual no existe un consenso claro entre las personas que lo estudian, y cuyo uso todavía no está muy extendido en España. ¿Qué es el lawfare y cuál es la interpretación del término que haces en el libro?

Para mí, el lawfare o guerra judicial es una nueva modalidad de golpismo que se inserta como táctica de guerra en el marco de una estrategia bélica multifactorial que hoy se conoce como guerra híbrida. Su objetivo es usar la ley para neutralizar o eliminar de la contienda política a los líderes de la izquierda de América Latina y el Caribe a través de la creación de causas judiciales relacionadas, generalmente, con la lucha contra la corrupción. Estas causas se acompañan de campañas mediáticas acompasadas con la acción judicial, cuyo propósito es reforzar la idea de la culpabilidad de estos líderes, aun antes de tener ningún tipo de sentencia condenatoria. El propósito último de esta táctica de guerra ha sido la reconfiguración geopolítica del continente. 

Recordemos que la llegada al poder de Hugo Chávez en 1999 inició un “cambio de época” en América Latina y el Caribe. Un nuevo momento político caracterizado por las victorias electorales de varios movimientos y partidos de izquierdas o progresistas que se sucedieron a partir de ese momento. Los nuevos mandatarios lograron aliarse, con el impulso de la política exterior venezolana –pero también cubana o brasileña– para poner en marcha mecanismos de concertación e integración política soberanos como la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC), entre otros, generándose un bloque de poder contrahegemónico con un proyecto geopolítico alternativo al que tenía Estados Unidos para la región. Esto desató las alarmas de Estados Unidos, pues implicaba la gestión soberana de los recursos de los Estados en un contexto de disputa por estos recursos y los mercados de América Latina y el Caribe, entre Estados Unidos y China.   

La guerra convencional ha ido adquiriendo un rechazo creciente entre la población occidental, por lo que ha sido necesario recurrir a nuevas formas de intervención que no generen tanta aversión entre la ciudadanía. Es lo que denominas “la adaptación de la guerra a los nuevos contextos sociales y políticos”. ¿Cómo encaja aquí el lawfare?

Sí, y no sólo la guerra convencional sino también los golpes de Estado clásicos con participación visible de los militares, que son cada vez más difíciles de justificar ante la opinión pública mundial. Lo cual no quiere decir que no se sigan utilizando, como fue el caso de Bolivia en 2019, aunque de manera híbrida pues incluso en estos se combinan otros factores y también encontramos elementos de lawfare. No obstante, el descrédito y desgaste de la guerra convencional, sobre todo después de la acción de Estados Unidos en Irak, que se visualizó claramente como una “guerra por petróleo” totalmente unilateral, junto a otros factores, es lo que llevó a los analistas militares estadounidenses a pensar en otro tipo de intervenciones. Además, estamos hablando de la aplicación del lawfare contra mandatarios elegidos democráticamente en las urnas, en el marco de democracias liberales que, por mucho que se hayan esforzado en tildar desde los medios y los think tanks de “populistas”, no han podido demonizar al mismo nivel que a otros líderes de países con un proyecto político de ruptura más radical con lo existente, como pudiera ser Venezuela. Contra esa “izquierda radical” todo vale, y por eso los ataques contra Venezuela son mucho más visibles y multifactoriales, pero frente a una izquierda que difícilmente puede ser acusada de “castro-comunista-bolivariana”, tienen que intervenir de otro modo. Entonces, el lawfare es una herramienta útil para esas realidades pues permite intervenir de manera más sutil, desde el supuesto respeto a la legalidad de dichas democracias, aunque su objetivo acabe siendo subvertir los pilares de la propia democracia, la soberanía de los Estados y la voluntad de los pueblos. 

En el marco del lawfare, a través de la justicia se pretende envolver de legalidad a las acciones contrarrevolucionarias para tratar de legitimarlas, apelando a valores universalmente aceptados como la defensa democracia o la lucha contra la corrupción. ¿Qué peligros esconde esto?

El peligro más evidente es, desde la perspectiva de los ciudadanos, el hecho de ser objeto de una guerra psicológica que los condiciona y desarma políticamente, induciéndoles a tener una determinada imagen sobre los líderes o los proyectos políticos que, a priori, han llegado para mejorar sus condiciones materiales de vida y ampliar la democracia. Esto se logra a través del filtro que ejercen los medios a la hora de presentar los casos, y sin el cual no se puede entender el lawfare. Lo retorcido del asunto es que esta persecución judicial se hace apelando, efectivamente, a valores que todo el mundo defiende, en general: la defensa de la democracia o la lucha contra la corrupción. Pero detrás de ello hay un socavamiento de la democracia y un uso interesado de la bandera de la lucha contra la corrupción, que es selectiva y se focaliza a conciencia en determinados personajes a los que se les endilgan casos de corrupción que a veces no tienen ningún correlato con la realidad. Por no mencionar que Estados Unidos se parapeta en la lucha contra la corrupción en terceros Estados para aplicar leyes extraterritoriales de clara injerencia política, arguyendo que esos casos afectan a su propia seguridad nacional, mientras soslaya prácticas corruptas internas estructurales e inherentes al funcionamiento de su capitalismo. 

El otro gran peligro que atañe a la calidad de las democracias es que el lawfare obstruye las posibilidades de transformación del sistema. Con la demonización de proyectos no afines se garantiza una especie de “control de daños”, es decir, se trata de conseguir que todo mandatario/a a cargo de un país sea alguien que responda a la voluntad de las élites y pueda ser controlable y manejable al 100%, sin margen de incertidumbre para esas mismas élites. Además, se da la paradoja de acabar socavando el Estado de derecho en nombre de la ley, pues se vulneran derechos a personas concretas, se usa para una persecución con saña que no respeta la presunción de inocencia. Y, por último, se ve comprometida la misma separación de poderes que es garantía del orden democrático liberal, que Estados Unidos dice defender, al establecerse vasos comunicantes entre poderes para la persecución del enemigo político en un ambiente que lleva, además, a una perniciosa combinación de politización de la justicia y judicialización de la política. La elevación del poder judicial por encima de los otros poderes ha sido visible en varios de los casos de lawfare y esto conlleva también el riesgo de dejar en manos de un poder que es el menos sujeto a fiscalización la última palabra en conflictos que debieran resolverse por la vía política, pero que se dirimen en la esfera judicial legitimándose los atropellos bajo supuestos enfoques técnicos de carácter jurídico que aparentan no tener un carácter político. 

La connivencia de la oligarquía local con los Estados Unidos parece sintomática en la aplicación de las estrategias en contra de los procesos de cambio político en la región. ¿Subyace aquí un componente de clase?

Por supuesto. Las oligarquías latinoamericano-caribeñas han jugado históricamente un papel de correa de transmisión de los intereses de las élites de las potencias hegemónicas, fuera en tiempos coloniales o en tiempos post-coloniales. Comparten intereses económicos y políticos, derivados de su misma posición de clase, aunque en el caso de las oligarquías locales de América Latina y el Caribe siempre desde un lugar subordinado a los intereses de las élites centrales. A veces, por supuesto, pueden entrar en choque y, de hecho, actualmente asistimos a una pugna intercapitalista por hacerse con los recursos naturales y minerales de América Latina y el Caribe o de otras zonas periféricas, así como con sus mercados. En el caso del lawfare observamos cómo se oponen unas élites locales que pudiéramos llamar “entreguistas”, dispuestas a seguir por convicción o por comisión el libreto de los intereses empresariales estadounidenses en sus respectivos países, con unas élites más “nacionalistas”, que apuestan a defender la soberanía a través de las propias empresas, públicas o privadas, en sintonía con proyectos populares, pero que son barridas por las primeras. 

Por otra parte, las sociedades latinoamericano-caribeñas son de las más desiguales del planeta, lo que significa que la polarización económica y social es incluso mayor que en nuestras realidades europeas. Si en España poca gente de clase trabajadora puede acceder a la carrera judicial, imaginemos lo que implica ser juez o jueza en ese contexto. Esto también habla de los vínculos de clase que ese poder judicial tiene con las oligarquías de sus respectivos países, además de con las élites estadounidenses, con las que comparte en ocasiones educación universitaria o formación específica vía programas de capacitación organizados desde Estados Unidos para los jueces y fiscales de América Latina y el Caribe. Así, se va generando un entramado de intereses de clase coincidentes donde confluyen distintos actores y el poder judicial acaba siendo el brazo ejecutor en el ámbito legal de una determinada visión de clase que también está, de por sí, en todo ordenamiento jurídico. 

Explicas que el lawfare se enmarca dentro lo que podríamos llamar “guerra híbrida” en la que, entre otros muchos actores, los medios de comunicación son imprescindibles ¿Qué papel juegan?

Un papel fundamental, porque el lawfare necesita la labor de difusión de los medios de comunicación para desplegar su vertiente de guerra psicológica que pasa por la persuasión de las poblaciones objetivo. Los medios son imprescindibles para trasladar a la población determinada visión de la realidad que, en este caso, coincide con la demonización de los liderazgos y la siembra de elementos de sospecha que hagan dudar sobre su honradez. En esta labor se puede hacer uso tanto de los medios de comunicación tradicionales (prensa, televisión, radio) como de las redes sociales. Estas operan de manera paralela, a veces articulada con esos medios convencionales, a veces con su dinámica propia. Pero siempre bajo el mismo objetivo común de construir determinadas narrativas de sospecha sobre los líderes encausados o sobre la realidad de los hechos, de la mano de un poder judicial que filtraba las noticias y detalles del proceso judicial a conveniencia, como fue en Brasil. O, en Argentina, ejerciendo un papel muy agresivo dando lugar a un “periodismo de guerra”, como sucedió por parte del diario Clarín contra la presidenta Cristina Fernández, por ejemplo. O a través de la labor de periodistas ecuatorianos y portales como Periodismo de Investigación, financiados por la cooperación estadounidense y dedicados a la publicación de noticias difamatorias sobre el presidente Rafael Correa. Cabe no olvidar, además, que tanto Correa como Cristina Fernández propusieron en sus respectivos países iniciativas para la democratización de los medios de comunicación que no fueron bien recibidas por los conglomerados mediáticos nacionales e internacionales, de ahí la especial inquina que padecieron por parte de ese poder. 

En la segunda parte del libro presentas algunas experiencias de cambio Latinoamericano-caribeñas que han sido víctimas del lawfare: Venezuela, Honduras, Paraguay y Bolivia. En muchos casos no fue necesario un proceso revolucionario, sino simplemente tímidas reformas, para que se pusiese en marcha la maquinaria con el objetivo de revertir estos cambios. 

Para entender por qué medidas socialdemócratas o de simple reformismo político son consideradas políticas revolucionarias en América Latina y Caribe por parte de las élites, que no pueden ser toleradas y deben ser abortadas, hemos de ir a lo que ha sido la historia del continente. Su pasado colonial, producto de una conquista brutal que da lugar a unas clases dominantes locales que conciben a la población autóctona, indígena, como subhumana, que usan mano de obra esclava indígena o traída de África, y que ejercen su dominio absoluto, acaparando tierras y prebendas. Los procesos de independencia liderados por los criollos (los descendientes de los españoles) no fueron completos pues no trastocaron las estructuras sociales de discriminación racial ni económicas de dependencia respecto de las metrópolis. La idea de que América Latina y el Caribe es un territorio que está al servicio de la expansión de sus empresas y que ha de ser el reservorio mineral y natural de Estados Unidos o un lugar donde las empresas del IBEX-35 deben tener barra libre, sigue asentada y tan sólo cuestionarla desde una perspectiva de defensa de la soberanía nacional es revolucionario. Se tocan intereses muy grandes y hay mucho dinero en juego. En el siglo XX, durante la Guerra Fría, la excusa de las intervenciones estadounidenses fue el peligro comunista, que suponía un desafío a la seguridad estadounidense. En la actualidad es el fantasma del populismo o el castro-chavismo-bolivariano. En realidad, son diferentes excusas para evitar cualquier intento de modificación del statu quo por parte de unas élites que sienten que los cambios pueden írseles de las manos, dadas las grandes expectativas que levantan los dirigentes de la izquierda que logran conectar con sus pueblos y canalizar los agravios de siglos en políticas que puedan resarcir un poco la gran injusticia y desigualdad social. En este sentido, el ataque a los liderazgos debe entenderse como un ataque a las posibilidades de cambio de esos pueblos conscientes, que han sido masacrados a lo largo de la historia cada vez que han tratado de sublevarse (y en el continente americano esto ha sido un elemento presente y persistente desde tiempos de la conquista). La represión o el boicot para evitar procesos de transformación profunda o revoluciones no es exclusiva de esta área del mundo. Lo que sí es distinto, respecto al Occidente actual, es la falta de límites y la impunidad con que se ejercen estos mecanismos de dominio. 

Al final del libro dejas algunas reflexiones, y también algunas alertas. ¿Es posible que empecemos a experimentar este tipo de estrategias en otros territorios más próximos, por ejemplo en Europa?
Sí, por supuesto que es posible y ya llevamos unos años observando, cuando menos, campañas de persecución judicial y mediática a determinados liderazgos, partidos y movimientos, tanto de la izquierda española representada por Unidas Podemos como del independentismo catalán. Aunque si nos ponemos más académicos podríamos debatir si realmente esta persecución judicial y demonización mediática se constituye como tal en un proceso de lawfare o es algo distinto, lo cierto es que a efectos de alerta política y social ese debate es irrelevante. Lo que importa, en esencia, es ser conscientes de que existen poderes fácticos que no quieren que las cosas cambien y están dispuestos a hacer prácticamente de todo, incluso recurriendo a una guerra sucia con ayuda de sectores paraestatales como las “cloacas del poder”, para evitar que ciertos partidos lleguen al Gobierno (o limitar su credibilidad una vez en el Gobierno) o para evitar que puedan desplegar su programa político. Y esto es sumamente grave, se conceptualice como lawfare o no.

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